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martes, 19 de julio de 2011

Capítulo Tres

En este momento alguien toca la puerta de mi habitación. Por la suavidad del toque sé que es mi madre.
–Cariño, tenemos que ir a la reunión de la Junta, vístete –dice mi madre al otro lado de la puerta.

Oigo que sus pasos suenan ya lejanos y me levanto para abrir la puerta de mi vestidor. Cojo el vestido negro de siempre. Escote triangular y la cintura ceñida. Por debajo de la cintura coge volumen. Luego, unos zapatos cerrados rojos con tacón y un abrigo rojo. No es que me guste vestirme así, pero son las normas. Tenemos que llevar vestido negro y zapatos rojos. El abrigo da lo mismo, pero yo prefiero que conjunte con los zapatos. Los hombres tienen que ir con camisa azul y zapatos y pantalones negros.

Después de vestirme, me pongo la pulsera con un colgante en forma de corazón que me regaló mi abuela, la madre de mi padre. Me hago una trenza y luego la ato en un moño. Me pongo un poco de brillo en los labios y salgo al comedor. Veo que mi madre ya está preparada, pero mi padre está tumbado en el sofá del salón con el televisor encendido emitiendo un partido de futbol, y roncando.
–¿Papá no viene? –le pregunto a mi madre.
Está mal visto que el marido o la mujer de uno de los siete no vaya a la reunión.
–No, esta vez no. Tiene un poco de fiebre y no quiero que se ponga peor.
Asiento con la cabeza y luego me encojo de hombros. En realidad me alegro por mi padre, ni a él ni a mí nos gustan esas reuniones.
–Venga, vámonos ya, o llegaremos tarde.
Miro el reloj, son las doce de la mañana y es un sábado soleado de primavera. Algo no muy común en Londres. Normalmente las reuniones son de noche o en días de lluvia, para que nadie vea a un puñado de personas vestidas igual, y no infundir sospechas.
–¿Qué es lo que ha pasado? –le pregunto–. Esto no es normal.
Mi madre niega con la cabeza, y yo la miro. Lleva un vestido negro por debajo de las rodillas, unos zapatos rojos, sin tacón, y un abrigo rojo. Lleva un moño bien sujeto y unos pendientes que potencian el brillo de sus ojos verdes. La verdad es que mi madre es bellísima. Y mi padre también es muy atractivo.
–Debe de ser urgente –me responde mi madre–. La reunión es en el sur de África.
–Puf! –resoplo.
–¡Kate! –me regaña mi madre mientras salimos al patio trasero.
–¿Qué? –me hago la inocente.
–Te he dicho mil veces que, por lo menos delante de mí, no digas o hagas nada que vaya contra mi trabajo.
–Lo siento.
Mi madre sonríe y me ofrece la mano para que yo le dé la mía. Lo hago.
–Yo no sé dónde está el lugar, así que no hago nada, ¿no?
–Tú cierra los ojos y canaliza tu energía.
Hago lo que me pide, dejo la mente en blanco y siento cómo mi madre ya ha empezado a viajar. Las reuniones siempre son en distintos lugares por motivos de seguridad y por eso usamos la magia al viajar. No volamos, solo pensamos en el lugar y nos transportamos, pero necesitas mucha capacidad mental para eso. Siento cómo el viento me roza la cara y los cabellos que se han quedado fuera del moño me rozan la piel y me hacen cosquillas. Al momento siento un calor abrasador y me doy cuenta: estamos en África. Mi  madre me suelta la mano y abro los ojos para mirarla. Ella mira al frente con una gran sonrisa.
–Hacía mucho que no venía aquí.
Miro en la misma dirección que ella. ¿Y qué es lo que veo? Una mansión enorme con mucha gente llegando de todas las partes del mundo. Pero la mansión está en tierra de nadie: no hay nada alrededor.
–¿Conque lugares secretos, eh? –le digo a mi madre.
–Pensaba que no lo volveríamos a usar, por lo menos tiene mil años. Y sí, era muy discreto en sus tiempos –me contesta.
Sonrío y maldigo a la vez que miro al suelo.
–¿Y ahora qué, Kate? –mi madre me mira, seria.
–¿No podrías haberme avisado de que el lugar estaría en mitad de la nada, repleto de arena? ¡Andar aquí con tacones es muy incómodo!
María se ríe. Miro alrededor, y es verdad, a la izquierda se ve el desierto y a la derecha… lo mismo. Me quito los tacones y empezamos a caminar hacia la mansión. Luego me quito el abrigo, que no se me había ocurrido quitarme antes, a pesar del calor que hace. Llegamos a la puerta que flanquean dos hombres que van colgando los abrigos. Uno de ellos es Mike. Sonrío al verle.
–¡Mike! –le saludo con la mano.
Él también me sonríe y saluda con la cabeza intentando no saltarse las reglas, mientras cuelga los dos abrigos. Mi madre me hace señas indicando que me espera dentro y que no llegue tarde.
–¿Te ha tocado hacer de perchero? –le pregunto mientras me abraza después colgar los abrigos.
–No. Mi padre me ha castigado.
Su padre es otro de los siete. Muy responsable y amable. Su hijo, en cambio, no es nada responsable.
–¿Qué has hecho ahora?
–Provoqué un cortocircuito en el examen final –lo dice mientras sonríe y se encoge de hombros.
Mike va a la universidad, tiene 18 años, pelo oscuro y ojos color avellana. Es bastante moreno y, sobre todo, muy guapo y gracioso.
–¿Y le dará igual a tu padre que al hijo del número cuatro lo vean colgando abrigos? –le sonrío picarona y él se ríe.
–Sabes que a mi padre eso le da igual, luego me humillará y todo arreglado.
Mientras él va colgando los abrigos de los que van llegando, seguimos hablando. Hablar con Mike es de lo más entretenido, porque te puede hablar de cualquier cosa sin que te sientas incómoda. No hay silencios incómodos y siempre te hace reír. En un momento se me queda mirando, cómo no, sonriendo.
–¿Qué?
–No sé cómo nunca me he dado cuenta de lo guapa que eres.
Le doy un puñetazo en el hombro.
–No seas bobo.
–¿Qué? ¡Es verdad! Cualquier chico se daría cuenta...
–Mike… –le  advierto, seria.
–¿Qué?
–Me estás asustando –los dos sabemos que estamos de broma. Pone cara de enfado pero luego se echa a reír.
–¿No puedo comportarme como cualquier otro chico delante de ti o qué?
En ese momento mi madre saca la cabeza por la puerta.
–Vamos, Kate.
Abrazo a Mike y entro.


Al entrar me quedo maravillada: es un lugar inmenso. En el centro de la mansión hay mesas y sillas para que nos sentemos como en un restaurante. Miro hacia el piso de arriba y ahí también hay mesas. Será algún lugar para gente importante. Está repleto de personas con vestidos negros y camisas azules. Me encamino al centro y me encuentro con la mujer del padre de Mike, Cassandra, que me sonríe. Es una mujer de treinta y pico años, rubia, y muy madura para su edad, la madrastra de Mike.
–¿Adónde te crees que vas? –me pregunta.
–A sentarme
–¿Dónde?
–Hacia el centro. ¿Por qué lo preguntas?
–Me han dicho que tienes que ir arriba –me dice mientras me coge del brazo–. Te han puesto en la mesa con Erik y su madre.
Se me cae el alma al oír el nombre de Erik. Tiene la misma edad que yo y tampoco ha competido en La Luz. Pero él nunca lo hará, porque se exilió en nuestro clan huyendo del otro, y su madre dice que sería muy duro para él que se viera obligado a matar a alguno de sus antiguos amigos. Pero ellos sí quieren ver muerta a esa familia. Ya consiguieron matar a su padre. Erik aún es algo machista. Lo sé porque lo viví. Tenía  un año menos, era nuevo. Cuando me lo presentaron vi a un joven con un pelo rubio rebelde que le caía por la frente, los ojos de un azul hipnotizante, una mirada muy tímida y tierna, una sonrisa bonita y un cuerpo bastante bien formado. No es de esos de los que dices que están buenos y luego resultan tener un cerebro de pez. Erik estaba bueno y encima era muy inteligente.
Salimos durante unos días hasta que un día en que íbamos paseando cogidos de la mano me telefoneó mi madre: tenía clase de magia. Y entonces fue cuando se enfadó. No quería que me fuera y empezó a desvariar: que si las chicas lo único que  tenían que hacer era cocinar y tener hijos, y que ya que él era mi novio tenía que obedecerlo. Lo que consiguió fue una bofetada en toda la cara.
Unos días después me pidió perdón y me dijo que cambiaría, y lo hizo, pero desde entonces no le he vuelto a dirigir la palabra.
–¿Por qué arriba? –le pregunto a Cassandra mientras subimos por la escalera–. Mis amigos no están ahí.
–Jovencita, el mundo no gira solo en torno a los amigos. ¿Crees que en esta vida no tendrás que relacionarte también con gente que no te cae bien?
Abro la boca para contestar, pero ella se me adelanta:
–Era una pregunta retórica. Todavía tienes que aprender muchas cosas.
–¿Como qué? ¿Saber cuándo las preguntas son retóricas aunque no lo parezcan? –le pregunto con ironía.
Ella sonríe, pero niega con la cabeza.
–Recuerda que el destino de cada una de estas personas está escrito, al igual que el tuyo, y que los altos cargos lo pueden leer –me mira con seriedad–. Sé que soy muy joven, pero te advierto que todo lo que se hace aquí tiene un motivo, y el hecho de que tú te tengas que sentar con ellos tiene alguna razón. Aquí todo se controla. Y recuerda preguntarte por qué te sientan ahí y el lugar de pensar en por qué no estás con tus amigas.
Me quedo muda. Yo ya sé que mi destino está escrito, está en manos de unos viejos, pero sé que se puede cambiar.
–El destino se puede cambiar –murmuro.
–No si los que lo controlan no quieren que sea así. Lo sé, tienes razón, el sistema es una mierda. Fíjate que a veces me pregunto si yo realmente me enamoré de mi marido o simplemente hicieron que me enamorara.